8 octubre, 2024

Mi hijo Julio me habla acerca de los inventos de Tomás Alva Edison, de las teorías de Stephen Hawkins, de El Cuervo de Edgar Alan Poe, de Hamlet de Shakespeare.

Trato de recordar la última vez que lo vi con un libro en la mano.

-¿Cómo sabés todo eso, vos? – pregunto.
Responde:
– Mi fuente de información es Homero.
Asombrado, repito:
-¿Homero?
Intuye el malentendido y me previene:
-No te emociones, papá: hablo de Homero Simpson.
Pero no puedo evitar la relación, quizá no tan inoportuna, con el otro Homero, cuya obra fue durante siglos la base de la educación y de la vida cultural griega. En la antigüedad, la Ilíada y la Odisea eran textos consultados para diversas cuestiones: en ellos se aprendía la anatomía humana de la época, el arte de la guerra, la mitología, la historia. H.D.F. Kitto reflexiona que a través de una obra compuesta en un idioma común, Homero transmitía que, pese a los odios y las diferencias que los separaban, los griegos eran un solo pueblo.
Julio tiene 16 años, nació con la serie de Matt Groening. No se pierde ningún capítulo. Los mira antes de cenar y otra vez en la trasnoche. Es lo que podría llamarse un experto.
-¿Por qué te gustan tanto?
Contesta lapidario:
-El humor y la crítica.
Vienen a mi memoria otras familias de dibujos animados que yo veía cuando era chico: los Picapiedras y los Supersónicos. Los Picapiedras resignificaban la actualidad desde una particular prehistoria y los Supersónicos, desde un supuesto futuro. Esto les permitía elaborar una metáfora social a través de un diálogo comparativo entre distintos tiempos. Los Simpson, en cambio, toman otro riesgo: lanzan la mirada desde la misma época en la que transcurre su acción. La dialéctica que proponen es diferente, porque pelean en combate franco contra todos los mitos contemporáneos. Los personajes hablan con una verdad implacable, cuyo efecto es una crítica aguda que sacude, emociona, golpea y nos enfrenta con nuestros lados más oscuros y luminosos. Igual que South Park, una serie de intenciones y calidad contiguas, la risa que provocan no es amable.
Uno de los grandes aciertos de la película ¿Quién engañó a Roger Rabbit? de Robert Zemeckis fue trazar las diferencias entre el mundo de los cartoons y el de las personas. Cuando un hombre ingresaba al país de los dibujos animados sabía que debía someterse a las leyes de lo imprevisto. Los Simpson pertenecen a esta especie cuya morfología se adapta a lo ilógico. Quizá por eso el público les permite tanta honestidad. Esta franqueza, de la que sólo son capaces los niños, se instala en una familia y en una sociedad de formas reconocibles. Dentro de ese esquema social “humano”, se mueven con la extrema libertad de los dibujos animados.
La familia Simpson vive en un pueblo norteamericano llamado Springfield. Marge, esposa de Homero, es femenina, ingenua y defensora de valores básicos. El matrimonio tiene tres hijos: Bart, que constantemente pone a prueba la paciencia de quienes lo rodean; Lisa, talentosa, inteligente e íntegra, y Maggie que es todavía un bebé. Amigos, funcionarios y variados personajes completan la comunidad. Sin duda la estrella protagónica es Homero Simpson. Homero se presenta a quien lo contempla por breves minutos como una criatura rematadamente tonta. Hay sin embargo un capítulo en el que se descubre que su idiotez se debe a que tiene un crayón incrustado en el cerebro. En cuanto lo operan y se lo extraen, Homero se convierte en alguien brillante. Pero pronto ya nadie desea conversar con él, porque sus pensamientos se han vuelto demasiado difíciles. Se da cuenta entonces de que la inteligencia lo condena a la soledad y le suplica al cantinero Moe que le coloque el crayón donde estaba originariamente. Homero es tan dolorosamente lúcido que prefiere ser tonto. Bill (David Carradine) en la última película de Tarantino, hablando de superhéroes, dice hacia el final de la segunda parte, que Clark Kent representa la pobre imagen que Superman tiene de la humanidad. En forma análoga, aquí podemos deducir que Homero Simpson es un personaje creado por sí mismo para sobrellevar una realidad que le resulta intolerable. La honestidad y el sarcasmo vuelven heroicos a los Simpson a los ojos del espectador. Critican sin misericordia, todo lo establecido es considerado hipócrita y se desploma triturado por sus fauces, critican a la crítica, vedan todas las salidas; sólo aparece a lo lejos, como una pequeña luz y última esperanza, la lucha desigual del individuo contra la sociedad, donde brilla un resquicio para la ternura y la nobleza. Fiel reflejo de estos años, los Simpson se deslizan con agilidad entre una nostalgia por las utopías perdidas y una simultánea mirada amarga que registra a esa nostalgia como patética.
El público agradece que le digan lo que ya viene sospechando: que las personas hacemos del universo un lugar terrible. Claro que es una verdad relativizada por una comunidad donde puede pasar cualquier cosa, porque esa es la lógica de los dibujos animados. Con su éxito universal, como el Homero de otra nación y otra época, los Simpson nos inducen a pensar a través de un lenguaje común que, con nuestras muchas miserias y pocas grandezas, los pueblos del mundo somos un solo pueblo.

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