29 marzo, 2024

Encuentro con un amor olvidado

 

 

por Ildiko Nassr

 

No quería llevármelo a la cama por su olor (fuerte, raro, sucio). No me importó traerlo a casa y darle un lugar. Pero a mi cama no estaba segura de llevarlo. Le había pertenecido a otra mujer: una tal Laura, o, acaso, haya sido de alguien cuya hija se llamaba Laura. Tenía grabado ese nombre con una letra torpe, como de alguien que está aprendiendo a escribir o escribe mientras el vehículo en el que está, se mueve.

Apenas lo traje, lo limpié. Fregué toda su superficie con desinfectante, a riesgo de deformarlo o intoxicarme. Quedó bastante bien. Un solo pegoche en la contratapa delata su origen. Otras manos y otros ojos antes que los míos lo habían amado. Y descartado. Alguien que no hizo anotaciones (sólo el nombre “Laura” en una de sus páginas finales). No hay ninguna otra marca. Ni un subrayado. Ni un margen doblado. El paso del tiempo solo es delatado por el color amarillento de sus hojas y el precio ($7) en la primera página. Hoy con $7 te comprás dos caramelos, con suerte.

Esta mañana me llamó la atención y me lo llevé al baño, que es un lugar hermoso y cómodo e íntimo para leer, pero no tanto como el dormitorio.

Leí algunas páginas y empecé a perderle el miedo, la desconfianza. A la siesta, lo tenía en mi cuarto. Ya ocupa un lugar en la mesita de luz. Aún tengo escozor de dormirme con él. No entramos en tanta confianza.

El libro no sabe de mis temores y prejuicios. Espera. Me espera. No me dejará dormir.

Me pregunto las razones por las que la tal Laura lo abandonó. ¿Qué camino habrá tenido que recorrer hasta llegar a mí?

Nunca entendí ese concreto de “libros usados”. ¿Cómo se usan los libros? Cada vez que escucho esa expresión pienso en un libro nivelando una mesa rota. O reemplazando a un martillo o a una mesita en un avión. Pero no creo que “leer” sea “usar”. Los libros se leen. Se abren y, con unos pocos elementos, te enganchan o no. Hacen magia o no.

“Libros leídos”, será. En toda biblioteca descansan varios libros que una lee una sola vez. No merecen una relectura. Fueron placenteros, sí, pero son prescindibles. Se parecen entre sí. Tanto, que a veces, no puedo recordar más que dónde los compré o quién me los regaló y algún detalle de la experiencia de lectura. Factores externos que alimentan la lectura e impactan en los sentidos.

No creo, como Pérez Reverte, que compré ese libro a $7 para rescatarlo. No. Solo creo que lo traje a casa como quien trae alguna baratija. El nombre del autor me sedujo. Pero nunca me había atrapado como para leerlo. Es como si hubiera querido rescatar a un náufrago del mar y se me resbalara a último momento, perdiéndose en la inmensidad azul. No lo rescaté. Ni él a mí.

Esperó a que un día mis ojos se posaran sobre él y algo en su tapa o en su nombre o en su diseño, me sedujera tanto como para llevarlo conmigo al baño primero y luego a mi mesita de luz. Aspiraba a ser memorable. Íntimamente sabía que provocaría estas palabras y esta emoción que trasciende la experiencia externa de la lectura.

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